lunes, 11 de febrero de 2013

albar

Ha estado solo últimamente. Permíteme describir esa soledad como estar bajo el agua. Más específicamente en el fondo de una tina de baño, donde es prácticamente imposible permanecer bajo el agua involuntariamente, es decir, el cuerpo flota. Sin ningún factor o circunstancia que obligue al individuo a dicho estado, estar bajor el agua, sumergido, es un estado voluntario. Incluso requiere esfuerzo. Es cansado. Es finito. Se va acabar como todo.

Como todo, es relativo.

Ha estado solo dije porque pueden pasar horas sin ningún cliente. Por eso no necesito más ayuda. Al menos no por ahora.

Así son los bares, supongo. No tengo tanta experiencia en el negocio de alcoholizar desconocidos. Creo que antes que experiencia necesito un poco de gente. Alguien más que la señora Z. No me molesta compañía, al contrario, es una excelente clienta. Siempre paga al contado. Siempre termina dormida sobre la barra después de llorar un rato. Su hijo viene por ella, la levanta como puede y camina dando tumbos hacia la puerta.

Estoy tratando de conseguirle ayuda - me dice apenado - no puedo cuidarla todo el tiempo.

Yo no digo nada. En parte porque no creo que la señora Z necesite ayuda y por otra parte me viene valiendo un centavo de verga lo que le pase a la señora Z. Es triste, pero es verdad. Si el hijo de la señora Z prefiere pensar que la encargada de este lugar se queda preocupada todas las noches por la salud de su madre, adelante. Yo puedo juzgar si quiere.

El otro día vino una pareja de jóvenes que claramente no pertenecían aquí. Primero entró ella, ya borracha, gritando desde la puerta que necesitaba un par de cervezas. Después entró él, ya agotado, acercándose rápidamente para cancelar la órden.

Necesito un agua mineral.

¿Para la señorita?

No, para mí. Ella está bien.

Era cierto. Ella estaba muy bien. Se había sentado en un banco al final de la barra y analizaba el lugar con detenimiento.

Estamos casados.

Felicidades.

Quiero matarla. ¿Le gustaría ayudarme?

Dije que sí y pregunté lo que tenía que hacer.

Él no hizo ninguna mueca. Me aseguró que quería matarla en serio. Por dos cosas. Porque ya no la soportaba y no podía perderla. Especifiqué que quizá su segunda razón era vagamente ficticia. Perderla era posible, para empezar. Puede pasar. Esa frase colapsa en sí misma. Claro que puede, le dije, salga por la puerta y no vuelva.

Miró a la puerta, dudoso. Era tarde. En los bares siempre es tarde. Esa semana la calle olía a caño todo el tiempo.

La dejas aquí. Puedes caminar un par de cuadras y después tomar un taxi. Yo tengo varias opciones. Puedo dejarla aquí a ver cómo la encuentro en la mañana. Le puedo servir hasta que esté inconsciente y dejarla en la calle al merced de la ciudad. Puedo llevarla al lugar de la vuelta y dejar que le den un roofie. Puedo llamar a la policía para que se la lleven. Eso sí lo puedes hacer. Eso puedo hacer yo. Jamás volverías a verla, nadie te culparía. Algunas mujeres no pueden con la bebida.

Ella sonrió desde el final de la barra.

Se fueron juntos.

Aquí nunca pasa nada interesante.










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