Estamos fritos. dije en voz alta sin querer y llamé la atención de la mayor parte de gente que había en la sala.
Tristán me dió un codazo sin voltear a verme, sacó el celular del bolsillo de su pantalón, miró la pantalla un largo rato y empezó mover el pie como cuando está nervioso, como esa mañana unos minutos antes de que sonara el despertador, y después en el autobús que nos llevaba al pueblecillo donde recogeríamos la maleta, guardó su celular y me apretó la mano con fuerza.
No decíamos nada porque ambos sabíamos que el hecho que nadie se hubiera comunicado con nosotros desde la estación anterior significaba malas noticias. Ambos sabíamos y nos parecía estúpido hacer comentarios respecto al peligro de la situación en la que nos encontrábamos, comentarios como "estamos fritos" que, para mi sorpresa, no tuvo la respuesta que había especulado, no fui ni reprendida por querer hacer un chiste malo, ni recibí ningún otro comentario inútil, sino que me gané un codazo cuyo impacto sembró una pequeña pero poderosa semilla de angustia que se alojó en el dedo anular de mi mano izquierda, la mano libre.
Hace exactamente una semana habíamos estado bebiendo por horas en la bahía de una población costera mucho más al sur de aquí. Tuve que convencer a Tristán de no entrar al agua después de apostarle a que lo hiciera, recordé que no sabía nadar, terminamos revolcados en la arena a causa de nuestro estado de embrutecimiento. Tristán, tener sexo en la arena es una malísima idea, dije. Olivia, voy a vomitar, respondió, y después nos vamos a morir.
A Tristán le gustaba decir cosas así, o no es que le gustara sino que no lo podía evitar, no solo las cosas que decía sino las que hacía también, por eso llegamos aquí. Por eso los dos empezamos a sudar.
Esuché su carcajada, me tomó la barbilla y me besó. Olivia, estamos fritos.
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